03-05-2018
África en un espejo
chino
Higinio Polo
El
viejo topo
Según
la ONU, de los cuarenta y ocho países más pobres del mundo, treinta y seis son
africanos. Nigeria, República Democrática del Congo, Mali, Burundi, República
Centroafricana, Somalia, Sudán del Sur y Libia son los países con guerras y
conflictos abiertos, y, además, se viven situaciones muy críticas en Sudán,
Eritrea y Mozambique. África: un continente de mil doscientos millones de
habitantes, la mayoría menores de treinta años (en cuarenta países, el cuarenta
por ciento de la población tiene menos de veinte años), con casi la mitad en
situación de pobreza, con varias guerras en curso y una sangría de jóvenes que,
jugándose la vida, atraviesan el Sahel y el desierto intentando alcanzar
Europa. Y, sin embargo, África se mueve: el 21 de marzo de 2018, 44 de los 55
países que integran la Unión Africana se reunieron en Kigali, Ruanda, para
firmar el Tratado de Libre Comercio Africano (AfCFTA, en inglés). Nigeria, la
mayor economía africana, quiere examinar cuidadosamente las consecuencias del
acuerdo antes de adherirse, así como Sudáfrica y Uganda. Ese Tratado es una de
las iniciativas de la Agenda 2063 de la Unión Africana.
Estados
Unidos, que contempla el despegue asiático y el fortalecimiento chino, no
quiere perder pie en África ante Pekín. En agosto de 2014, Obama impulsó una
cumbre USA-África en Washington, a la que asistieron presidentes de cuarenta y
siete países africanos: era un claro mensaje de que Estados Unidos no iba a
resignarse a los cambios que llegan de oriente e iba a disputar a China su presencia
en el continente negro. Obama lanzó también el plan Power Africa para llevar
electricidad a algunas zonas del Sahel, y visitó Kenia y Etiopía, para hacer
frente a la creciente actividad china: desde 2010, China se ha convertido en el
principal socio comercial de África, superando a Estados Unidos, hasta el punto
de que algunos estudios consideran que el intercambio comercial de China con
África ya duplica al estadounidense-africano. La preocupación norteamericana
llevó al Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes a aprobar, en
marzo de 2018, una investigación sobre los planes de China para “reforzar su
poder militar y económico en África”. En 2018, el gobierno de Xi Jinping tiene
previsto realizar en Pekín el Foro de cooperación China-África, el mayor
encuentro sobre colaboración económica, que reunirá a todos los países del
continente. El anterior Foro se celebró en Johannesburgo, Sudáfrica, en 2015, y
supuso un nuevo impulso a la colaboración entre China y África.
Todo
ello, cuando la Unión Africana, que reúne a todos los países africanos, ha
definido la Agenda 2063, un ambicioso programa de desarrollo a cincuenta años
vista, basado en proyectos previos como el Plan de Acción de Lagos, el Programa
de Integración Mínima, el Programa de Desarrollo de Infraestructura en África
(PIDA), el Tratado de Abuja o el Programa de Desarrollo Agrícola Integral de
África (CAADP). Los desafíos son ingentes. África enfrenta el problema del
desarrollo y la corrupción, además de las guerras y hambrunas: la trigésima
cumbre de la Unión Africana en Addis Abeba, celebrada en enero de 2018, puso el
acento en la lucha contra la corrupción y en el impulso al desarrollo, y la
asociación con China es la apuesta de futuro de muchos países, basada en el
concepto de “beneficio mutuo” con que Pekín fomenta su colaboración
estratégica. China está construyendo infraestructuras por todo el continente, y
es capaz de ofrecer tecnología, equipos sofisticados, una eficaz logística,
financiación, y expertos en todas las actividades económicas, sin que, a
diferencia de Estados Unidos o Francia, exija contrapartidas políticas,
diplomáticas y militares. A corto plazo, las prioridades para África son la
seguridad alimentaria, la eliminación del hambre y el control de enfermedades,
así como la pacificación del continente y la intensificación del desarrollo
económico. Para todos esos objetivos, África ha puesto sus ojos en China.
Nigeria, Etiopía y Egipto, son los tres gigantes demográficos africanos; por su
economía son los mismos, con Etiopía cediendo su lugar a Sudáfrica.
Históricamente, el continente africano ha sido una fuente de recursos naturales
para los países capitalistas, que no han dudado en instigar guerras y
enfrentamientos para conseguir sus propósitos. La competencia entre China y
Estados Unidos va acompañada de acusaciones y propaganda: Washington (como si
su trayectoria en el último siglo, en todo el mundo, hubiera estado presidida
por la solidaridad y la colaboración y no por el más descarnado imperialismo)
acusa hoy a China de llevar a cabo una política “extractiva” en África, al
tiempo que la prensa conservadora y los intelectuales a su servicio acusan a
China de “imperialista”. Es el reflejo del miedo: la alarma ante los cambios en
el continente africano llevó a Thomas Waldhauser (general de marines y feroz
veterano de Afganistán e Iraq, nombrado jefe del USAFRICOM de Stuttgart en
2016) a advertir a Ismail Omar Guelleh, presidente de Djibuti, sobre las “cosas
que China no debería hacer en su país”. No fue la primera acusación
norteamericana, ni mucho menos: desde hace años, su diplomacia siembra
sospechas y propaga falsas acusaciones para dañar la actividad china, y el
propio Tillerson, en su reciente gira por América Latina, señalaba a Pekín como
autor de “injustas prácticas comerciales”, y advertía a los países
latinoamericanos del peligro de la “excesiva dependencia” de sus relaciones con
China. Como si América Latina no hubiese padecido el viejo imperialismo de
Washington y sus sanguinarias imposiciones, el secretario de Estado, apuntando
a China, afirmó: “En América, se extiende la amenazante sombra de China y
Rusia”, y “América Latina no necesita nuevos poderes imperiales que sólo miran
su interés. Estados Unidos es distinto: no buscamos acuerdos a corto plazo con beneficios
desiguales, buscamos socios". En África, Estados Unidos mantiene las
mismas acusaciones: por boca de su secretario de Estado, se convertía así en un
sorprendente, preocupado y solidario país que vela por la equidad y la justicia
en el mundo. Lástima que para el relato de Tillerson la trayectoria
norteamericana no le ayudase precisamente a hacer creíble su preocupación: la
manifiesta injerencia estadounidense, con invasiones, guerras, golpes de
Estado, presiones e imposiciones a numerosos países (de Afganistán a Venezuela,
de Iraq a Honduras, de Siria a Brasil, de Corea a Libia), no ya en América
Latina y en África, sino en todo el mundo, ponía en tela de juicio sus
generosas palabras y su preocupación por los países latinoamericanos y
africanos. Tal vez sin percatarse, esas acusaciones norteamericanas a China
eran el acta notarial del retroceso occidental en África y del aumento del
prestigio chino.
La
diplomacia norteamericana y sus instrumentos de propaganda han jugado, además,
con el equívoco, sugiriendo que el centro logístico chino que se construye en
Djibuti como punto de apoyo para los buques que combaten a la piratería en el
cuerno de África es una base militar, extremo completamente falso; sin olvidar
que Estados Unidos y algunos de sus aliados, como Francia y Japón, disponen de
bases militares en Djibuti. El enclave tiene una enorme importancia
estratégica. Por el estrecho de Bab el-Mandeb pasa la ruta que comunica con
Europa por el norte, y, hacia el este, por el golfo de Adén, la ruta marítima
más importante que comunica África con Asia: Pekín quiere mantener seguras sus
vías de transporte y, además, garantizar la salida del petróleo que Sudán y
Sudán del Sur exportan a China, que sale por el Mar Rojo y el estrecho de Bab
el-Mandeb. Por Djibuti pasa también una de las rutas de contrabandistas, y de
inmigrantes, sobre todo etíopes y somalíes, que quieren dirigirse a Arabia a
través del Yemen, pese a la guerra.
La
influencia occidental en África sigue siendo indudable: Francia mantiene una considerable
presencia en los países que formaron las viejas África occidental francesa y
África Ecuatorial francesa, y la Unión Europea ha incrementado la ayuda militar
a los países del Sahel (Chad, Níger, Mali, Níger, Burkina Fasso y Mauritania),
con más cien millones de euros, y ha conseguido que Arabia contribuya con otros
cien millones. Desde 2014, con la “migración ilegal” y la “seguridad” en el
centro de sus preocupaciones, la Unión Europea aportará, en seis años, cuatro
mil millones de euros. Francia, vieja metrópolis, tiene unidades militares
destacadas en Chad, Burkina Fasso, Níger y Costa de Marfil, entre otros países
de la zona, como en los años de la Françafrique, y Hollande intervino
militarmente en Mali en 2013, con la excusa de hacer frente al terrorismo y
para “defender a ciudadanos franceses”, aunque detrás estaban los intereses de
la multinacional francesa de energía nuclear Areva, denominada ahora Orano. En
2018, París tiene cuatro mil militares destinados en Mali.
Por
su parte, Estados Unidos cuenta con sólidas bazas en todo el continente, tanto
por su despliegue militar e influencia diplomática como por la actuación de sus
multinacionales, y sus servicios de inteligencia son muy activos, aunque ello
no les evite fracasos clamorosos como en Mali. Washington tiene como
prioridades en África mantener abiertas y bajo control las vías de navegación
en el Mar Rojo y en el estrecho de Suez, y en el cuerno de África (donde
coincide con China en su lucha contra la piratería), la alianza con Marruecos y
Egipto y el control del Magreb, además de la explotación de los recursos del
continente, al tiempo que intenta dificultar la colaboración económica de China
con los países africanos; en segundo plano, pretende controlar la evolución del
sur de África (Mozambique, Sudáfrica, Zimbabwe), combate a grupos yihadistas y
busca la estabilización política del Sahel y del corazón de África para
facilitar la actuación y los intereses de los grupos económicos
norteamericanos.
Por
su parte, China, que estableció relaciones con África en los años sesenta,
hasta finales del siglo XX no dispuso de la fortaleza necesaria para estar
presente en todo el continente. Desde entonces, aplicando su cautelosa política
de fortalecer su economía mientras establece acuerdos estratégicos de
colaboración y desarrolla una política exterior de fomento de la paz, ofrece
proyectos de infraestructuras ferroviarias, construcción de carreteras,
puertos, aeropuertos y ciudades, mientras refuerza lazos diplomáticos y compra
materias primas para su industria. Aunque China impulsa sobre todo la
colaboración económica, no descuida la relación política: en noviembre de 2017,
sesenta dirigentes de partidos políticos africanos, de más de veinte países, se
reunieron en Pekín con dirigentes del Partido Comunista Chino, para abordar
criterios de gobierno, mecanismos de aplicación de un desarrollo económico
sostenible, e iniciativas para la defensa de la paz en el mundo. China quiere
paz y estabilidad: sabe que son imprescindibles para su propio desarrollo.
A su
vez, Rusia, que perdió la influencia de los años soviéticos, ha iniciado una
discreta colaboración económica con empresas mineras en Nigeria, Angola,
Namibia y Sudáfrica, además de proyectos agrícolas en Namibia. También el nuevo
presidente de Zimbabwe (Emmerson Mnangagwa, que sustituyó a finales de 2017 a
Robert Mugabe, forzado a dimitir por el ejército), se ha mostrado cercano a
Moscú, con quien quiere mantener la colaboración en seguridad y defensa. En
Egipto, Rusia ha firmado además la construcción de una central nuclear en Al
Dabaa, en el mayor contrato de la reciente historia rusa, que será la más
moderna y con mayor capacidad de África. Además, en 2017, consiguió iniciar la
cooperación con Sudán en la energía atómica de uso civil, y Jartum y Moscú
firmaron un acuerdo, a finales de año, para construir una central nuclear; pero
el papel desempeñado por Rusia es secundario en África.
África
padece hoy una sucesión de peligrosos conflictos en algunos países, que
conviven con esperanzadores cambios en otros. En diciembre de 2012, empezó la
guerra en República Centroafricana, y, al año siguiente, en diciembre de 2013,
la guerra en Sudán del Sur, que continúa. El embargo de armas decretado por
Estados Unidos ha hecho que Yuba llamara a consultas a su embajador en
Washington, y a presentar una protesta formal por la intervención de Nikki
Halley en el Consejo de Seguridad de la ONU criticando al gobierno de Salva
Kiir. Estados Unidos presiona a Sudán; interviene en la guerra civil de Sudán
del Sur, quiere controlar a Kenia, que padece fuertes ofensivas terroristas del
yihadismo musulmán; observa a una Eritrea aislada; a Yibuti, donde China ha
abierto su base logística; y a Somalia, convertida en un Estado fallido, donde
los drones y aviones norteamericanos bombardean con frecuencia. Al otro lado
del cuerno de África, prosigue la guerra en Yemen, con Washington utilizando el
brazo ejecutor de Arabia para hacer frente a Irán. De hecho, en esa gran
región, africana y asiática, a caballo del mar Rojo, coinciden tres de las
cuatro crisis humanas más graves que, según la ONU, afronta el planeta: Yemen,
Sudán del Sur, Somalia y Nigeria. El norte de África vive años convulsos. El
derrocamiento de Gadafi en 2011, después de una sangrienta intervención de la
OTAN, con Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia como protagonistas, dio paso a
un caos en el país que no ha terminado, siete años después. Obama saludó
alborozado la noticia del asesinato de Gadafi, pero Estados Unidos comprobó que
su intervencionismo tiene costes: en septiembre de 2012, su representación en
Bengasi fue atacada y cuatro diplomáticos murieron: Hillary Clinton tuvo serios
problemas con el Congreso por ese asunto. En agosto de 2013, Estados Unidos
evacuó diecinueve embajadas y oficinas de representación en el norte de África
y en Oriente Medio: el Pentágono temía una oleada de atentados terroristas,
hasta el punto de que, en mayo de 2014, Washington envió barcos de guerra a las
costas libias.
El
caos posterior a la caída de Gadafi llevó inestabilidad a buena parte del
Sahel: en Mali, Mauritania y Níger, grupos de combatientes armados que lucharon
en Libia se han reconvertido y actúan en la zona; además, los tuaregs, que
prescinden de fronteras y países, han conseguido más armas y son una fuerza que
no puede obviarse y que opera sobre todo en Mauritania, en el norte de Mali, en
el sur de Argelia y en Níger. De hecho, el caos provocó la caída del presidente
de Mali, Amadou Toumani Touré, en el golpe de Estado de marzo de 2012, que fue
dirigido por Amadou Haya Sanogo, un militar formado y entrenado en Estados
Unidos, cuyos servicios secretos, sin embargo, no supieron prever la acción de
Sanogo y despilfarraron el dinero del programa norteamericano, según publicó el
New York Times en enero de 2013: Estados Unidos estuvo entrenando a soldados
que, después, se pasaron a sus enemigos. Esa situación llevó a los tuaregs, que
habían mantenido buenas relaciones con Gadafi, a proclamar el Estado islámico
de Azawad en una zona de casi un millón de kilómetros cuadrados. El Movimiento
Nacional para la Liberación de Azawad (MNLA) de los tuaregs es la organización
que impulsó esa proclamación. Estados Unidos se vio obligado a dejar paso a
Francia, pese a la rivalidad entre ambos países por hacer prevalecer su
influencia en la región del Sahel: Hollande envió tropas a Mali en enero de
2013. La crisis culminó en septiembre de 2013 con la elección de Ibrahim
Boubacar Keïta, un veterano político que ha llevado a su partido a participar
como observador en la Internacional socialista. La acción de grupos yihadistas
en todo el Sahel, conectados con Daesh o actuando con autonomía, ha añadido
complejidad y peligro al continente africano. En la región, operan
organizaciones que se dedican al transporte de drogas, al contrabando de armas
y a la trata de personas, y que han llegado al extremo de crear los mercados de
esclavos en Libia: según la Agencia Nacional para la Prohibición de la Trata de
Personas de Nigeria, más de veinticinco mil nigerianos han sido retenidos en
campamentos de esclavos en Libia.
Estados
Unidos cuenta con una base militar en Ougadogou, Burkina Fasso, cuyos aviones
sobrevuelan gran parte del Sáhara, Mali y Mauritania. Mantiene además grupos de
operaciones especiales en la República del Congo, Chad, República Centroafricana
y Kenia (Camp Simba). También, una base de drones en Niamey, la capital de
Níger, y otra base en Entebbe, Uganda, con varios centenares de militares
estacionados. En Djibuti, Washington tiene Camp Lemonnier, la gran base del
USAFRICOM, con más de cuatro mil militares y aviones de guerra desde donde
controlan al menos seis bases más de drones de vigilancia en África. Y tiene
destacamentos en Mali, Nigeria, República Democrática del Congo, Sudán del Sur,
Etiopía y Somalia.
Nigeria
(que había sido el principal productor de petróleo en África, se ha visto
superada por Angola) sigue siendo uno de los países más pobres del mundo, y
vive en una situación de constante crisis, con la población sumida en la
miseria. Nigeria ha buscado la colaboración de Estados Unidos y Rusia en su
lucha contra Boko Haram, pero la presión terrorista del yihadismo africano
continúa. Las ofensivas frases de Trump sobre algunos países americanos y
africanos, calificándolos como “agujeros de mierda”, llevaron a Abuya a protestar
formalmente. Al sur de Nigeria, China mantiene excelentes relaciones con Gabón
y con Angola, países que respaldan a Pekín en su postura sobre el Mar de China
meridional; Angola tiene en China a su mayor socio comercial, el destino
principal de su petróleo y el más importante financiador de su economía, además
de ser un aliado estratégico.
El
corazón africano se desangra en la interminable crisis de la República
Democrática del Congo, donde, en 1996, Estados Unidos impulsó la invasión del
país con fuerzas de Ruanda y Uganda, que ahora se debate en las protestas
contra Kabila por el retraso de las elecciones, en enfrentamientos con grupos
armados y desplazamiento forzoso de millones de personas, además de la
violencia en Tanganyika. En el vecino Sudán, la guerra civil se arrastra desde
los años ochenta, en medio de un mar de pobreza y corrupción, conflicto que ha
causado más de dos millones de muertos, y donde, en 1996, Estados Unidos forzó
a Eritrea y Etiopía (que se habían separado tres años atrás) a que
intervinieran en la guerra sudanesa, apoyados por aviones de combate
norteamericanos,
Estados
Unidos ha apoyado a gobiernos islamistas en Jartum, y también a los rebeldes
del sur, ha presionado a las partes para pacificar el territorio con objeto de
que Chevron pueda explotar los nuevos yacimientos descubiertos, y, tras los
acuerdos de paz de 2005, y la independencia del sur sudanés en 2011, Estados
Unidos ha puesto huevos en todas las cestas, facilitando armamento tanto a
Jartum como a Yuba. Dos años después de la independencia de Sudán del Sur, el
presidente Salva Kiir Mayardit destituyó al vicepresidente, Riek Machar,
acusándolo de organizar un golpe de estado, enfrentamiento que ha dado lugar a
una nueva guerra, donde se ventilan enfrentamientos étnicos y, sobre todo, la
lucha por el poder y por los recursos petrolíferos del país, cuestión que
interesa a Washington: no en vano, Sudán fue uno de los principales
exportadores de petróleo hacia China, y Estados Unidos pretende ahora limitar
el acceso chino a esa fuente de abastecimiento. Etiopía media en la guerra
civil entre los bandos dirigidos por Kiir y Bachar: uno de los problemas
añadidos es el reclutamiento de miles de niños para los grupos armados, además
de las constantes violaciones de mujeres y niñas.
El
intervencionismo norteamericano viene de lejos, asociado con frecuencia a un
grave desconocimiento del Pentágono (que contrasta con la rigurosa
investigación desarrollada por sus universidades) y unido a una arrogancia
militar que ha causado graves daños en la región, envenenando conflictos y
creando otros en su afán por el dominio global. Estados Unidos ha intentado
llenar el vacío dejado por Moscú en Etiopía y en Sudán, que mantuvieron buenas
relaciones con la Unión Soviética; mantiene rivalidad con Francia, y su mayor
preocupación ha pasado a ser China. Estados Unidos organizó bases de
entrenamiento militar en Etiopía para los grupos armados que operan en Somalia,
ha conseguido el acuerdo del gobierno etíope para abrir bases operativas para
sus aviones de guerra que atacan en Yemen y Somalia, además de crear una base
de drones en Arba Minch, junto al lago Chamo y el lago Abaya, en el sur del
país. Los servicios secretos norteamericanos operan también desde Etiopía, uno
de los gigantes de África, donde la dimisión del presidente Hailemariam
Desalegn (del Frente Democrático Revolucionario del Pueblo Etíope, FDRPE, que
llegó al poder en 2012 iniciando la larga etapa de dos décadas de Meles Zenawi,
tras derribar a Mengistu) ilustra las dificultades y disputas en el seno de la
coalición gobernante, en un marco de crecimiento económico (el “milagro
etíope”), pero también de disturbios, donde el FDRPE, de orígenes marxistas,
aunque domina por completo el parlamento, ha tenido que hacer frente a
protestas que, en 2016, causaron numerosos muertos. En el plano internacional,
Hailemariam mantiene una alianza con Estados Unidos en las guerras de Somalia y
Sudán del Sur, y en el dispositivo militar norteamericano contra el terrorismo,
y, en la práctica, la diplomacia norteamericana protege al gobierno etíope como
instrumento para el control del cuerno de África, aunque la presencia china se
hace notar: China es ya el principal destino de las exportaciones etíopes. Su
ejército es uno de los más poderosos de África, y, desde 2006, hay tropas
etíopes en Somalia, enviadas allí por la presión norteamericana. Estados Unidos
ha intervenido en Somalia desde los años noventa, y tanto Bush como Clinton
enviaron decenas de miles de soldados, y, después, financiaron a grupos armados
somalíes para hacer frente a la coalición islamista (que recibía apoyo de
Arabia) que se apoderó de Mogadiscio en 2006. El país se encuentra en una
situación catastrófica: la ONU ha contabilizado miles de muertos civiles en los
dos últimos años, centenares de secuestros y miles de detenidos arbitrariamente
por las fuerzas del gobierno y por los grupos armados, mientras Estados Unidos
interviene regularmente bombardeando a destacamentos del grupo yihadista Al
Shabab (relacionado con al Qaeda), apoya al actual gobierno somalí y mantiene
grupos de operaciones especiales en el país para entrenar a las tropas del
gobierno e intervenir en misiones secretas tanto en Somalia como en todo el
cuerno de África.
La
gran cuenca del Nilo es, además, escenario de peligrosas tensiones por la
prevista construcción de una presa en el gran río (en Etiopía, cerca de la
frontera sudanesa, que sería la mayor de África), que El Cairo teme afecte al
caudal que recibe en su territorio. Esa Presa del renacimiento etíope se
construye con financiación china y del BAFD, Banco Africano de Desarrollo, del
que forman parte cincuenta y tres países africanos. El dimitido presidente
etíope, Hailemariam Dessalegn, durante su visita a El Cairo en enero de 2018,
afirmó que la Presa y la central hidroeléctrica que su país construye en el
Nilo, no tendrían repercusiones negativas para Egipto, pero impera la
desconfianza. Las obras alcanzan ya el sesenta por ciento de su construcción, y
finalizarán en 2019: pese a las tranquilizadoras palabras de Dessalegn, las
diferencias entre Etiopía, Sudán y Egipto no han terminado y podrían desatar un
conflicto militar por el reparto del caudal del Nilo. Países como Kenia,
Tanzania, Ruanda, Burundi, Uganda, Sudán del Sur y Djibuti, que esperan recibir
una electricidad más barata, apoyan a Etiopía frente a Egipto. Con esa presa,
Etiopía será el otro gigante africano de producción de energía eléctrica,
además de Sudáfrica.
A
esa situación, se añade la tensión entre Sudán y Egipto: El Cairo destacó
unidades militares a Eritrea, en la frontera con Sudán. La política exterior
sudanesa ha sido con frecuencia errática, cambiando de aliados: Turquía
mantiene buenas relaciones con Sudán, y la visita de Erdogan a Jartum, en enero
de 2018, fue vista con gran desconfianza por El Cairo. Jartum retiró a su
embajador en Egipto, y, por si faltaran incertidumbres en la región, desde
2016, las disputas en el Golfo han configurado dos bandos entre los países
musulmanes de la zona: uno, compuesto por Arabia, Egipto, Emiratos Árabes
Unidos y Bahréin, que acusaron a Qatar, y otro formado por Irán y Turquía, que
se alinearon con Doha. También Egipto desconfía del alquiler a Turquía de la
isla sudanesa de Suakin (en el litoral, al sur de Puerto Sudán y al norte de la
costa de Eritrea) por noventa y nueve años, que Ankara y Jartum anunciaron para
el desarrollo turístico en el mar Rojo, pero donde El Cairo sospecha que
Turquía tiene previsto construir una base militar, como punto de apoyo para
controlar el tránsito en el Mar Rojo. También la presencia de barcos turcos es
vista con desconfianza por Egipto y por Arabia. Además, Egipto y Sudán se
disputan la soberanía del triángulo de Halayeb, en la costa, rico en petróleo.
En mayo de 2017, el presidente sudanés, Omar Bashir, acusó a Egipto de
intervenir en el conflicto de Darfur (que se arrastra desde hace años, y que ha
sido utilizado por Estados Unidos para presionar a China). El general Sisi, el
presidente golpista egipcio, negó que su país interviniera, aunque su gobierno
acusa a Sudán de complicidad con los Hermanos Musulmanes del derrocado
presidente Mursi, a quienes también apoya Turquía.
En
ese complejo escenario, China trabaja las infraestructuras. La construcción del
ferrocarril Addis-Abeba-Djibuti, inaugurado en octubre de 2016, y la más
reciente construcción de la línea Mombassa-Nairobi, el mayor proyecto de la
historia de Kenia, ejecutada por China, alarmó todavía más a Estados Unidos,
que teme el aumento de la influencia de Pekín. Además, China está dispuesta a
prolongar esa vía, invirtiendo otros 4.000 millones de euros, para llevar el
ferrocarril a la región de los grandes lagos y al interior del continente,
hasta Sudán del Sur, Uganda, Ruanda y Burundi, países que, de esa forma,
podrían tener una salida al mar a través del gran puerto keniata de Mombassa.
En
el sur de África, además de la destitución de Mugabe en Zimbabwe, los cambios
alcanzan también a Angola, donde João Lourenço sustituyó a José Eduardo dos
Santos (que permanecía en el poder desde 1992), y a Sudáfrica, donde Cyril
Ramaphosa sucedió al corrupto Jacob Zuma, en una transición llena de peligros para
el Congreso Nacional Africano. Los tres países están gobernados por los
movimientos de liberación que consiguieron la independencia de sus países o el
fin del apartheid, y Pekín mantiene buenas relaciones con todos ellos. China,
que estableció relaciones diplomáticas con Sudáfrica hace sólo veinte años,
suscribió con Pretoria, en 2010, la Declaración de Pekín, y ambos países
firmaron la Asociación Estratégica Integral (AEI), que ha convertido a China en
el principal socio comercial de Sudáfrica. En la vecina Bostwana, Pekín ha
construido la central eléctrica de Morupule, que produce el noventa por ciento
de la electricidad del país.
China
prosigue su apuesta estratégica por la colaboración con países de todo el
planeta, asegurando el mutuo beneficio, rehuyendo enfrentamientos, trabajando
por la distensión, porque necesita un entorno pacífico para afianzar su
desarrollo económico, y consolidar el socialismo chino, consciente de que
Estados Unidos no quiere renunciar a sus prerrogativas imperiales y sigue negándose
a un trato entre iguales: mientras China quiere evitar la extensión del
incendio de Oriente Medio por el mundo, Estados Unidos sigue utilizando la
guerra como instrumento para imponer su dictado. Las viejas potencias
coloniales europeas han retrocedido en el continente africano, y hoy la joven
África, envuelta en un mar de pobreza pero también de proyectos de futuro,
quiere dejar de ser el vecino desdichado, condenado por los poderes
capitalistas del planeta a contemplar, extenuado, el expolio de sus riquezas;
ve cómo Francia se resiste a abandonar su papel de patrón en el territorio, y
cómo Estados Unidos extiende los tentáculos del Pentágono y de sus compañías
multinacionales, creando nuevas bases militares, llevando el miedo y la guerra,
al tiempo que China se convierte en una esperanza pasa el desarrollo. África se
mira en un espejo chino.
Agenda
2063 de la Unión Africana: https://au.int/en/agenda2063
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